El mundo a veces me desborda y ahora, ante esto, yo no podía llorar. Ni siquiera con las imágenes de los pequeños cuerpecitos en fila, cubiertos con maltrechas sábanas blancas.
¿Por qué solo reniego y no puedo dormir, pero no sale ni una sola de mis lágrimas?
El día anterior fui a media noche a la cocina, me preparé la agüita aromática con la ilusión de beber un bálsamo. Tomaba pequeños sorbos en la penumbra de la sala. No quería que Carlos se despertara, él también se desvela en estos días y escruta entre las páginas de los diarios, busca, nosequé que lo ayude, pero sólo encuentra números. Números de muertos que crecen sin cesar. Muertos de tercera categoría. Muertos que no cuentan. ¿Por qué los cuentan?
Pasé parte de la noche sentada en la sala de mi casa acomodada, repleta de objetos que no necesitamos. Un espacio lleno de cosas bonitas y un techo amado y seguro.
Hacía frío en el sofá. Volví a la cama. A mi lado él respiraba pausadamente. Al fin duerme. Intenté acomodarme, acoplarme a su cuerpo en cucharita, pero la cama caliente y mullida me volvió a expulsar, como si aquel lecho seguro me estuviera vomitando.
Encendí el computador. La luz blanquecina de la pantalla iluminaba apenas un poco del teclado y mi cara. Huyendo de mis imágenes de Gaza tecleé con fuerza «elespectador.com» y apreté «enter» como un piloto kamikaze, sabiendo lo que venía. «Resultados electorales regionales en Colombia».
Cerré de un manotazo la tapa del computador portátil. No puedo seguir así: Revolcándome en la impotencia …pero, «¿qué más se puede hacer?» como diría don Raúl Carvajal. Don Raúl, recorriendo los pueblos de Colombia, enloquecido, con el cuerpo insepulto de su hijo.
Tarareo la canción de Antonio Vega.
Lucha de gigantes
Convierte
El aire en gas natural
Un duelo salvaje advierte
Lo cerca que ando de entrar
En un mundo descomunal
Siento mi fragilidad
Vaya pesadilla
Corriendo
Con una bestia detrás
Dime que es mentira todo
Un sueño tonto y no más
Me da miedo la enormidad
Donde nadie oye mi voz…
No sé contra quién voy, o es que acaso no hay nadie más aquí.
Estamos tan desvalidos y tan solos… Los de allá sobre todo.
Pude dormirme unas tres horas.
Me levanté para ir a nadar un rato. La levedad de mi cuerpo en el agua me relaja. El calor, el olor a piscina, la humedad tibia que me abraza como si fuera mi primer hogar, mi nidito primigenio. Flotando, superando con largas brazadas la resistencia leve del agua, me siento entera, agradecida y con un poco de vergüenza. La vergüenza del sobreviviente.
Al salir de la ducha, junto a mi locker, hay tres mujeres más. Suenan las puertas que se abren o se cierran, percibo el ajetreo de las mujeres con sus bolsitas de aseo, las cremas para el cuerpo, los shampoos aromáticos, los perfumes y las toallas, en un pequeño caos familiar y placentero.
Una de ellas habla y en su acento reconozco a mi patria. Es costeña. Tiene mi edad.
—La clase estuvo muy buena, chica —le dice a la joven que está a su lado— pero estoy reventada.
Ella, la joven, también es colombiana. Paisa.
Un gimnasio enorme y en la misma banca estamos una paisa por los 35, una costeña y una bogotana, ambas rozando los 60. Otra señora con rasgos orientales completa el cuarteto. No dice nada, va secándose firmemente y en silencio.
—Uy —dice la costeña a la joven que está a su lado— ¿has visto? La gente ya está entrando en razón, al fin despiertan de la pesadilla en la que nos habían metido. No veo la hora, niña, de que saquen a ese…
—Qué horror y faltan dos años, pero con estas votaciones está claro: Al fin vamos a recuperar la tranquilidad —contesta la joven.
Mi corazón saltó como una lavadora con mucha ropa dentro.
—¿La tranquilidad?
Me miran.
—¿La tranquilidad de los 6.000 falsos positivos, por ejemplo? ¿Había tranquilidad para esas mamás, y las familias de los muertos? ¿Se refiere a esa tranquilidad…? —sentí un calor sofocante…
—Nadie la ha llamado, estamos hablando nosotras de cosas nuestras.
—Pues sí me han llamado porque están haciendo afirmaciones hostiles en un espacio público. Me siento con derecho a hablar —la toalla se me cayó hasta la cintura.
La costeña se cerró los botones de la blusa a toda velocidad.
—Uy mija, yo me estoy yendo… estos Petristas… ya no se puede ni hablar en paz. Hasta luego Marcela —le dijo a su amiga y pasó sin mirarme, como hacemos cuando un indigente nos pide plata justo al salir de un cajero electrónico o cuando vemos una mujer acurrucada en la puerta del supermercado y nosotras nos apresuramos con las bolsas del mercado como si pesaran más de lo que pesan.
Lejos de calmarme, la huida de la primera me soliviantó más y salté sobre la pobre desconocida, cuando intentaba abrocharse el brasier.
—¿No sabe que esa paz de la que hablan era sólo para algunos pocos?
La veo con una mueca de desagrado y no tan joven como para no saber de qué estaba hablando.
—No quiero oírla —dice, decidida a mantenerse eternamente adolescente, virgen de todas las verdades. Pero ella, aunque quiere, aún no puede huir, porque está en calzones y brasier untándose rápidamente las piernas con “Rituals”.
—Pues yo sí quiero hablar —le digo confusa entre el frío y el calor mientras las gotas de mi pelo empapado caen al suelo.
La chica saca de su bolso unos auriculares inalámbricos y se los pone con la música a tope. Yo con mi corazón desbocado y el nudo en la garganta puedo oír el murmullo de esa música caliente que debe estar reventándole los tímpanos.
—Eso. Así puede seguir diciendo que no sabía nada, que es mentira, que los muertos son sólo delincuentes.
La voz me tiembla ya un poco y además me cuesta porque tengo que subir el tono para pasar por encima de la música, esa barrera que ella, azorada, se ha montado.
Desnuda, con la adrenalina disparada y mi voz destemplada, vomito sus nombres. Unos pocos. Nombres de los caídos en la era de la seguridad añorada.
Eduardo Umaña Mendoza.
Jaime Garzón.
Mario Calderón.
Elsa Alvarado.
Jaime Pardo Leal.
Sandra Liliana Peña.
Raúl Carvajal Londoño…
“Marcela” retrocede buscando resguardo en otra parte del vestuario, mientras acaba de vestirse. Pero es perseguida por mi asomo de locura. Me acerco de nuevo a ella, arrastrando con los pies la toalla, que ya anda por los suelos.
En ese preciso momento, borracha de adrenalina, histérica, voluptuosa, con las tetas al aire, empiezo a cantar desafinado, tan alto como puedo.
“Los amigos del barrio pueden desaparecer
Los cantores de radio pueden desaparecer
Los que están en los diarios pueden desaparecer
La persona que amas puede desaparecer
Los que están en el aire pueden desaparecer en el aire
Los que están en la calle pueden desaparecer en la calle…”
Ignoro la silueta de un par de señoras que han entrado al vestuario y se mantienen a prudente distancia, y sigo, acusadora:
—¡Trabajé con esas madres, las madres, las esposas, las hijas de ASFADES con todo el hueco de sus desaparecidos… viví su dolor!
—Déjeme en paz —protestó Marcela, indignada, asustada, estupefacta.
—La paz que tanto añora… —dije dejándome llevar hasta donde la rabia me llevara…
Subí el volumen ahí parada como un pobre cronopio abandonado, buscando a tientas con una mano la toalla caída para recuperar un poco de dignidad, o al menos de atrezzo.
—Estoy cantando en memoria de Eduardo Umaña Mendoza… de Jaime Garzón, Elsa Alvarado, de Lucas Villa, de Nicolás Guerrero, de Dilan Cruz…
Perdí de vista a Marcela, que para su alivio consiguió salir de aquel vestuario infernal. Pobre Marcela… pero yo seguía cantando y llorando, ahora sí.
No sé qué pasaba con las señoras que quedaban en el gimnasio. Imagino que esos nombres anónimos no les dijeran nada, pero yo no quiero callarme tan vencida y tan triste. Hablo, como las locas de la calle, para un auditorio imaginario.
—Son algunos pocos de los muchos muertos que tenemos en Colombia. Y canto en memoria de ellos.
Pero aunque la voz ya no me sale, yo estoy poseída por el aullido destemplado y sorprendido de esas madres de Soacha y de Envigado, de la comuna trece de Medellín y de ciudad Bolívar y de tantos lugares olvidados de Colombia. Siento el grito y el llanto de esos hombres arrastrados a la muerte con promesas de futuro… Soy los débiles aplastados por la bota del más fuerte. Soy Colombia, soy Palestina, soy Siria, soy Ucrania… También soy simplemente yo, abrazando todo el dolor que llevo a cuestas.
Talleres de Lectura y Escritura de Tinto y Memoria
Primer domingo de cada mes, sesión online
10 a 12 de la mañana, hora de Colombia
Próxima cita, 5 de noviembre 2023
Ay Xime. Gracias por tu apoyo tan duradero… Un abrazo
De acuerdo, el silencio es complice.